Desde la antigüedad los cazadores untaban las puntas de sus flechas con veneno de escorpión, serpiente o hierbas. Seguramente usaron estos venenos contra sus semejantes.
Numerosos textos clásicos hacen referencia al uso de humos tóxicos por griegos y fenicios. Pero era la dirección del viento la que dictaba hacia donde se dirigía la nube y quien sería la víctima. Las tropas de Alejandro Magno en el año 332 a.e.c fueron repelidas durante el asedio de Tiro por humos tóxicos.
Pero es en Siria en el 256 a.e.c. donde se ha encontrado la prueba más antigua del uso de armas químicas. Fue a orillas del Éufrates, donde los persas en la batalla de Dura Europos, gasearon a una veintena de soldados romanos, con una nube tóxica de betún y azufre, en una emboscada en un túnel bajo la muralla de la ciudad.
El general cartaginés Aníbal, durante una batalla naval en el año 184 a.e.c., ordenó lanzar vasijas de barros llenas de víboras a las naves enemigas.
Plutarco nos cuenta que en Hispania en el siglo I a.e.c, los romanos usaron una mezcla de arena, cal viva y azufre contra las tropas celtíberas. La nube tóxica era esparcida por caballos al galope, cegando a los celtíberos. Cuando llegaban los legionarios romanos, los celtíberos estaban tosiendo, cegados e indefensos.
El envenenamiento de los pozos de agua, el lanzamiento de animales en descomposición, era una práctica muy común de las legiones romanas.
Los bizantinos en el siglo VI, inventaron el denominado fuego griego. Fue en una batalla contra los árabes. Se cree que estaba compuesto de nafta, azufre, cal viva y nitrato. Era muy utilizado en las batallas navales porque no se podía apagar con agua.