8 nov 2013

El mundo de los muertos en la antigua Roma

Hoy 8 de noviembre, en el calendario romano era el último día que se consideraba abierta la puerta del mundo subterráneo que comunicaba el reino de los muertos con el de los vivos. “Mundus Patet”. El mundo está abierto. El mundo era la puerta de los Infiernos, que permanecía siempre cerrada, excepto tres días al año. El 24 de agosto, el 5 de octubre y el 8 de noviembre.

Según la Ley de las XII Tablas, los monumentos funerarios de los romanos se situaban fuera de los límites de la ciudad a ambos lados de la calzada, y con frecuencia se adornaban con jardines. Existían una gran cantidad de plantas para adornar el jardín dependiendo de las propiedades y de la simbología con la que se deseara realizar el monumento funerario.
Los jardines eran de distinta forma y dimensiones. La Cepotaphia era el término que denominaba la forma de monumento funerario más evolucionado que ocupaba una amplia parcela rodeada de jardines diseñados para ornamentar dicho monumento. Un claro ejemplo son las necrópolis de Pompeya.



La familia romana estaba tan unida que al fallecer uno de sus miembros pasaba a formar parte de los antepasados a los que había que rendir culto. Ya era uno de los protectores de la familia, los Manes, que se les rendía culto manteniendo vivo el fuego del hogar. La tumba adquiría la categoría de altar, símbolo de la vida sedentaria. Debía de estar en el suelo y no podía cambiar de lugar, ya que los Manes exigían una morada fija a la que estaban vinculados todos los difuntos de la familia. El espacio del enterramiento, sepulchrum, adquiría el carácter de lugar sagrado, locus religiosus, inamovible, inalienable e inviolable. Solo podían acceder a él los familiares. Las partes externas, la momumenta, sí que se podía transforma y redecorar.

Siempre que las circunstancias y la muerte lo permitían, el funeral daba inicio en casa del difunto. La familia acompañaba al moribundo a su lecho, para darle el último beso y retener así el alma que se escapaba por su boca. Tras el fallecimiento, se le cerraban los ojos y se le llamaba tres veces por su nombre para comprobar que realmente había muerto, conclamatio. A continuación se lavaba el cuerpo, se perfumaba con ungüentos y se le vestía.
Por ley estaban prohibidos los lujos en los funerales, pero permitían colocar sobre la cabeza del difunto las coronas que había recibido en vida. Siguiendo la costumbre griega se depositaba junto al cadáver una moneda para que Caronte transportara su alma en barca y atravesar así la laguna Estigia hacia el reino de los muertos.
Finalmente el cuerpo del difunto se colocaba sobre una litera con los pies hacia la puerta de entrada, rodeado de flores, símbolo de la fragilidad de la vida y se quemaban perfumes. Según la condición social permanecía expuesto de tres a siete días. En la puerta de la casa se colocaban ramas de abeto o ciprés para avisar a los viandantes de la presencia de un muerto en el interior. Como señal de duelo evitaban encender fuego en la casa.
Hasta finales del siglo I, el funeral era celebrado por la noche a la luz de las antorchas, ya que la muerte era un suceso desgraciado y contaminante. A partir de esta fecha comienzan a realizar los ritos por el día, excepto los de los niños, suicidas e indigentes.

Había dos tipos de enterramientos inhumación o incineración. 
El transporte a la pira funeraria o a la tumba, se realizaba colocando al difunto en una caja de madera abierta que se colocaba sobre una especie de camilla para transportarla o era llevada a hombros por su familia. Detrás del difunto se situaba el cortejo fúnebre formado por el resto de la familia y sus amigos. A veces se acompañaban de músicos que tocaban trompetas y flautas o de mujeres que expresaban el dolor llorando o golpeándose en el pecho.
La humatio, era esencial en el funeral. Consistía en arrojar tierra sobre el cuerpo del difunto o sobre parte de él, según se tratara de una inhumación o una incineración. La tumba se consagraba con el sacrificio de una “cerda” y una vez construida se llamaba tres veces al alma del difunto para que entrara en la morada que se le había preparado.
Durante la ceremonia funeral se realizaba un acto de purificación para las personas que habían estado en contacto con el cadáver.
Antes de la sepultura la tumba se purificaba limpiándola y después utilizando agua se limpiaba a las personas que habían asistido al funeral.
En época altoimperial y al entrar en contacto con culturas como la griega, el más allá se concebía como una región subterránea, en la cual vivían reunidas todas las almas, lejos de sus cuerpos recibiendo premios o castigo según la conducta en vida.

La creencia de otra vida tras la muerte motivaba que el individuo fuera enterrado con objetos que había utilizado en vida y que ahora podían acompañarle y servirle en esta nueva vida: ropa, cerámica, utensilios de trabajo, etc. Junto a estos objetos también se colocaban otros relacionados con el ritual funerario: la lucerna que iluminaba el camino hacia el más allá, la moneda para pagar a Caronte, recipientes para alimentos o ungüentarios para los perfumes.

Durante los nueve días siguientes al funeral, se realizaban ritos que finalizaban con una comida y el sacrificio de un animal. Los alimentos y la sangre de los animales sacrificados eran ofrecidos a los antepasados del difunto, los dioses Manes, y al individuo fallecido para así divinizar su alma y situarla junto a las divinidades protectoras de la familia.
El tiempo de luto para los familiares directos era de diez meses y no podían realizar fiestas ni utilizar adornos.
Las tumbas estaban dotadas de elementos para poder celebrar banquetes funerarios con los que sus seres queridos honraban al difunto: tubos de libación, cenadores, exedras y pozos. Frecuentemente de realizaban ofrendas de huevos, judías, lentejas, vino etc... y flores como violetas y rosas eran habituales y se hacían llegar al difunto a través de un conducto de cerámica o de un orificio situado en la cubierta de la tumba, el tubo de libaciones. El vino era un sustituto apropiado de la sangre, la bebida favorita de los muertos. En ocasiones especiales se sacrificaban animales y se hacía una ofrenda con sangre.

Las atenciones al difunto aseguraban su descanso eterno. Estos actos eran realizados por la familia el día de cumpleaños del difunto. Los difuntos eran honrados de forma general los días de Parentalia, que tenían lugar entre los días 13 y 21 de febrero. Otras fiestas dedicadas a los difuntos y más antiguas fueron las Lemurias, celebradas el 9, 11 y 13 de mayo. Durante estos días las almas cuyos cuerpos no habían recibido sepultura rondaban las casas y el padre de familia realizaba un ritual con habas negras para alejar a los espíritus errantes. Se levantaba, se lavaba las manos como señal de purificación y se metía las nueve habas negras en la boca. Descalzo por la casa iba escupiendo las habas una a una, para que alimentasen a los Lemures, espíritus malignos que atormentaban y dañaban a los vivos, y pronunciaba las palabras del ritual. Al finalizar volvía a lavarse las manos, y sin mirar atrás hacia sonar un platillo y volvía a recitar las oraciones. Así los Lemures habían abandonado la casa y volvían al mundo de los muertos.
Los difuntos a los que no se había dado sepultura o celebrado el ritual funerario vagaban errantes sin morada, causando la desgracia a los seres vivos y asustándolos con apariciones nocturnas, hasta que daban sepultura a sus restos y cumplían el ritual funerario. Por ello, incluso a los que morían lejos de la familia y su cuerpo era enterrado en otras tierras, se le celebraba el ritual completo.


La incineración consistía en reducir el cadáver a cenizas. Los romanos creían que el alma podría volver a su lugar de origen, el cielo.
La ceremonia se celebraba sobre una pira con forma de altar, sobre la que se depositaba el ataúd con el cadáver. Se le habrían los ojos para que simbólicamente pudiera mirar como su alma de dirigía hacia el cielo. Se sacrificaban animales queridos por el difunto y se incineraban junto a él. Antes de quemar el cadáver se le cortaba un dedo y se arrojaban tres puñados de tierra que simbolizaban su enterramiento.
Como manifiesto de dolor los familiares y amigos más íntimos arrojaban sobre la pira ofrendas de alimentos y perfumes. Se le nombraba por última vez y volviendo la cara se incendia la pira con las antorchas llevadas en el cortejo fúnebre. El rito concluía vertiendo agua y vino sobre la pira. Se despedía a los asistentes y éstos se despedían del difunto deseándole que la tierra le fuera leve.
Las principales inscripciones funerarias de los romanos eran D.M.S., Dis Manibus Sacrum ("Consagrado a los Dioses Manes"), H.S.E., -Hic Situs Est- ("aquí está enterrado"), o S.T.T.L., -Sit Tibi Terra Levis- ("que la tierra te sea leve"). No solía figurar el día de la muerte, se indicaba la edad del difunto, el nombre o la familia a la que pertenecía y finalmente se inscribían unas palabras afectuosas para con el difunto: queridísimo, benemérito, etc.
Una vez consumida la pira, los familiares recogían en una tela blanca los huesos calcinados y los enterraban en el mismo lugar de la pira o los depositaban en una vasija para depositarlo en un columbario. A finales del siglo II, principios del siglo III las incineraciones fueron sustituidas por las inhumaciones en todo el Imperio, excepto los enterramientos infantiles que continuaban incinerándolos. Los tres tipos de enterramientos eran: Los columbarios de carácter familiar o colectivo, en cuyas paredes y suelo se depositaban las urnas con los restos del difunto. Las fosas simples escavadas en el suelo, en cuyo interior se depositaban las ceniza y restos del difunto y; la fosa con caja de ladrillo y cubierta de mármol en las que se recogían las cenizas directamente o eran alojadas en una urna.
Un columbario es un monumento funerario muy común en la antigua Roma. Su nombre (del latín columba, paloma) viene dado por la forma de los loculi, espacio destinado a cada una de las urnas cinerarias, semejantes a los habilitados para nidos en los palomares. Surgen en Roma a mediados del siglo I a.e.c., como enterramientos colectivos pertenecientes a corporaciones funerarias en contraposición a mausoleos familiares y tumbas aisladas. Permanecieron en uso hasta el siglo II-III. Su morfología, dentro de una tipología definida, y su decoración eran muy variadas.

Con la expansión del Imperio y la continua movilización de sus gentes, fue frecuente la asociación de individuos en su mayoría libertos y esclavos, en colegios funerarios, collegia, que les asegurase unos funerales dignos y el mantenimiento de sus ritos.

Los romanos disponían de una gran variedad de tumbas. Dependía de la importancia y riqueza del difunto
La tumba en caja, con tegulae puestos en vertical formando la caja, y otras tegulae haciendo las veces de cubierta, puestas en horizontal.
La tumba a doble vertiente, con tegulae como base y como cubierta. En las juntas había ímbrex (tejas) que sellaban los espacios.
Cajas hechas de obra, con piedras formando los cuatro lados de la tumba.
Cajas de madera cerradas con clavos.
Ánforas, que se solían utilizar en los entierros infantiles.
Para identificar y adornar las tumbas se instalaban lápidas, estelas y estatuas, que recordaban la vida y hazañas del difunto.

Los romanos creían que las almas de los difuntos viajaban al mundo subterráneo donde reinaba el dios Plutón. Las almas eran conducidas por el dios Mercurio. A este mundo accedían atravesando la laguna Estigia, en una balsa conducida por Caronte, que previo pago les conducía a la otra orilla.

El mundo subterráneo estaba custodiado por un perro de tres cabezas Can Cerbero. Allí las almas eran juzgadas y tras el veredicto eran conducidas a la región de las almas bondadosas o malvadas. Siete eran las zonas que se diferenciaban en el mundo de los muertos: La primera estaba destinada a los niños, no natos, y no podían haber sido juzgados. La segunda es donde estaban los inocentes ajusticiados injustamente. La tercera correspondía a los suicidas, la cuarta era el Campo de Lagrimas donde permanecían los amantes infieles. La quinta estaba habitada por héroes crueles en vida, la sexta era el Tártaro donde se procedía al castigo de los malvados y por último la séptima, los Campos Elíseos, donde moraban en la eterna felicidad las almas bondadosas. Allí la primavera era eterna y se podían bañar en las aguas termales del río Leteo, que hacían olvidar a los muertos su vida pasada. Este paraje era identificado con las Insulae Fortunatae, Las islas Canarias.